Tiros de esquina IV. La barajita de Butragueño.

Sabía que no lo acabaría. Pero quería por lo menos acercarme al final, llegar a tener tan sólo una de las barajitas difíciles, quizás alguna de las que le faltaban a Reinaldo, a quien le compraban hasta 7 paquetes de barajitas cada tarde, o alguna por la que Francisco estuviese dispuesto a pagar otros 25 Bs., como lo había hecho aquella mañana en la pequeña subasta que se había improvisado durante el recreo.

Montado en un banco, y gritando las cualidades del jugador retratado en la papeleta, Reinaldo azuzaba a los nuevísimos coleccionistas a pagar más y más por cada baraja. Cobraba 1 bolívar por subasta y por dueño de tarjeta repetida, y no se hacía responsable del precio final de venta, ni siquiera si éste terminaba siendo inferior al bolívar que se pagaba de inicio y sin derecho a devolución. En 20 minutos de recreo, se vendían hasta 15 barajas, un día se subastaron 22, y el día que Francisco pago 33 Bs. por una de ellas, se subastó sólo esa y la operación abarcó lo dos recreos enteros resolviéndose sólo en el último minuto. El negocio era perfecto y a la nueva promoción de fanáticos del fútbol parecía resultarle emocionante. No obstante, duraría poco. La frustración producida por los paquetes llenos de barajas repetidas comenzaba a ser un sentimiento colectivo, y la lentitud del progreso de casi todas las colecciones era un lugar común. A pesar de todo ello, Reinaldo seguía consiguiendo reunir, recreo tras recreo, a un grupo de compañeros a su alrededor con el que continuar las subastas. Ahora acudían menos los chicos de tercero y más los de segundo y primero, que si bien disponían de menos dinero, tenían también sus álbumes y quizás mayores ansias de completarlos. Reinaldo vendía ahora por menos dinero, pero lograba subastar mayor cantidad de barajitas en menor tiempo, para esto alzaba más la voz, y se movía a la manera de un presentador de televisión, empuñando un micrófono invisible. Ágil, agresivo y elocuente, corría por encima de los bancos saltando de uno a otro pateando un balón imaginario el cual todos los niños parecían poder ver burlando al portero y entrando en la portería.

GOOOOOOOOLLLL! gritaron todos con los brazos en alto, provocando una bullaranga cacareante que no cesó hasta que la presencia de la maestra del 6to “A”, enfrentada a Reinaldo, interrogándole con el dedo y hurgando en el calcetín rojo en dónde se depositaba las monedas fue notada por todos. Nunca supimos qué le dijo, pero la subasta continuó y el calcetín salió ileso. Seguro que a la maestra también le gustaba el fútbol. Quizás ella misma llenaba su propio álbum de barajitas….

Ese mismo día, y a la hora de la salida, Reinaldo se instaló de nuevo en su podio, y bajo él, lo hicieron como de costumbre, el grupo de los frecuentes. Desde lejos, todo parecía transcurrir como siempre, hasta que de pronto, me pareció divisar a un niño que se abría paso a empujones y salía corriendo, rápido como un delantero, alejándose del grupo. Pensé que habría robado el calcetín o que se rehusaba a pagar lo anunciado, sin embargo, al ver que nadie le perseguía y a medida que me iba acercando al grupo, me di cuenta que su carrera nada tenía que ver con dinero. Dado que los niños se gastaban casi todo el dinero en las subastas del primer y segundo recreo, a la hora de la salida las pagaban con sudor. Reinaldo remataba sus propias barajitas repetidas entre los compañeros del transporte, a cambio de carreras alrededor del patio, cientos de flexiones o en su defecto paracaídas. En esta oportunidad fue Guillermo de 2do “B” el que corrió, y el número de vueltas al patio 6. Cuando volvió, empapado en sudor, exangüe y sin aliento, fue invitado a subir al banco con el subastador y su calcetín, para desde ahí recibir el aplauso y los “urras” de sus compañeros. Guillermo estaba exhausto pero satisfecho, y Reynaldo tras haber escogido la baraja prometida de entre el lote, y habérsela estampado en la frente, le alzaba el brazo cogido por la muñeca y gritaba al resto de los compañeros: “Velo ve, es Butragueño!”. Guillermo oyó a sus compañeros repetir la frase, y entre aplausos, vivas, y ole ole olés comenzó a saltar dando gritos: Soy Butragueño! Soy Butragueño! Soy un campeón! En medio del alboroto y el frenesí no se dio cuenta en qué momento exactamente, la barajita de Butragueño, pesada y embebida de sudor, se deslizó desde su cara hasta el suelo volviéndose nada bajo sus propios zapatos.




Reinaldo repitió curso dos veces más durante el bachillerato, abandonó el colegio y no fue a la universidad. Entre otros, llegó a trabajar como entrenador culturista en un gimnasio, importó ropa desde Nueva York y fue socio minoritario en una venta de licores. Por mera coincidencia nos encontramos hace unos meses en el Club Náutico de Maracaibo, y ahí me comentó que desde hacía varios años vivía en Miami en donde había instalado una constructora.


Francisco fue a la universidad, en donde se graduó como Administrador de Empresas. Ahora está casado y tienes dos niñas, sigue viendo en Maracaibo en la antigua casa familiar. Desde el que fuera el despacho de su padre administra las empresas que heredó hace 3 años.

La maestra del 6to “A” se divorció del profesor de educación física y se mudó a la ciudad de Mérida con sus dos hijos. Ahí dirige la implantación del las misiones José Félix Rivas en el estado.

De Guillermo no sabía nada, ni lo había vuelto a ver desde hace más de 15 años. Ayer revisando el noticiero digital en internet, lo vi en un video, saltando y gritando como poseso, envuelto en una bandera y con la cara pintarrajeada en azul y vinotinto. Repetía sin parar: Somos Campeones! Somos campeones!


Nota: La presente narración es un producto de la ficción. Cualquier parecido con la realidad es meramente coincidencial

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