Escrito está!

Si a mi abuela le hubiesen dicho que iba a terminar escribiendo en el teléfono, ella hubiese respondido que antes de que eso ocurriese sería posible cocinar en la lavadora.

Mi abuela, con sus hijos y nietos desperdigados por el mundo, siempre tiró del teléfono para mantenerse en contacto. Quizás porque el correo en Venezuela no funcionaba bien, (ni lo hace ahora) o porque le daba pereza escribir, lo cierto es que mi abuela valoraba mucho el teléfono, pues le permitía escuchar a sus seres queridos. Fantaseaba con el día en que integrarán en un único aparato el teléfono y la televisión y concretamente con el momento en que, marcando el número determinado, pudiese no solo oír sino también ver, a sus nietos creciendo al otro lado del mundo.

Me consta que mi abuela no fue nada original al tener este deseo, y de hecho la video llamada es hoy una realidad, no porque ella lo pidiera, sino mas bien gracias a los millones de usuarios que vienen reclamando esta función para sus ordenadores, teléfonos y otros dispositivos portátiles. Llegado este momento, pensaba yo, a la llamada convencional le ocurriría lo que al telegrama una vez inventado el teléfono: caería en más vetusto desuso. Sin embargo, seguimos llamándonos más que video llamándonos, pareciendo entonces que preferimos no vernos, o tan sólo escucharnos. Resulta, no obstante, aún más sorprendente para mí, que dado que la tecnología que ha permitido la video llamada, permite también, en el extremo opuesto del abanico sensorial de la comunicación, el envío de meros mensajes escritos, (algunos con límite de caracteres, como los telegramas) sea este último tipo de comunicación el que más haya crecido exponencial y virulentamente en los últimos años (quizás aquí sería mejor hablar de crecimiento “virurápido”). Es decir, que seguimos pegados a los teléfonos, pero ahora, en vez de hablar, escribimos y leemos. Y por allí siguen también los amarillista profetas del desastre vaticinando el fin de la literatura.

No me malinterprete, no pretendo de decir que a fuerza de enviar y recibir cientos de mensajes de texto al día nos estemos convirtiendo todos en Vargas Llosas electrónicos al unísono. Pero si entendemos la literatura en su sentido amplio como la ciencia y el conocimiento de las letras, y además lo concedemos derecho a evolución, parece evidente que el tan pregonado fin no está cerca.

Con el envío de correos electrónicos la carta resurgió escapando de su romántico confinamiento de papel perfumado y ahora convertida en carta ágil, directa e improtocolar ha vuelto para disputarle el trono a la conversación telefónica como evento comunicativo a distancia. Con el “tweet” el telegrama, a parte de regresar democratizado, ha empezado a buscar su perfección estética haciendo posibles la micro poesía digital y la llamada “tweeteratura”. Al mismo tiempo, su carácter público y a veces subversivo lo emparienta con los “graffities” y algunas pintadas de baño público considerados por muchos como “arte”.

Pero quizás, y como la primera frase de este texto lo revela, me interesa, aún más, la mutación vocacional de los artefactos y herramientas en cuestión. Si la dupla de teclado y pantalla ha substituido a la de bolígrafo y papel, para qué sirven ahora los últimos?. Todavía para muchas cosas, sin duda, aunque yo los emplee solo para firmar. Pero también es cierto, que sirven para hacer menos cosas que antes. Si el teléfono sirve para escribir, no debería existir un lápiz “wi-fi” que tradujese y comunicase en voz e imagen lo que escribimos y dibujamos también?

Quién le iba a decir a mi abuela que en vez de ver crecer a sus locuaces nietos a través de una pantalla, estos se iban a convertir en unos ávidos y expertos telegrafistas? Porqué tan frecuentemente renunciamos a la posibilidad de vernos? Es tan poderoso el efecto cosmético de la palabra escrita sobre lo que decimos? A las palabras se las lleva el viento o lo que escrito está, escrito queda? Dónde queda? En qué quedamos? Abuela?... Abuela?... Mi abuela es que ya no oye…!

Comentarios

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