Admiración, orgullo o vanidad?

Sea cual sea la actividad en cuestión, mirar a una persona llevándola a cabo con destreza, maestría o “arte” es sin duda agradable, en muchos casos emocionante, y en no menos ocasiones digno de admiración. Incluso, creo lógico y merecido que en presencia de los ejecutantes, o ante la consecución de triunfos significativos por parte estos, tal agrado, emoción y admiración devengan en demostraciones de aprobación, alegría y afecto venidas de los espectadores. No obstante, en las últimas décadas, muchas de las manifestaciones que de este tipo se han venido suscitando, sobre todo (mas no exclusivamente) a propósito de victorias futbolísticas, han sobrepasado el umbral de una emotiva y alegre expresión de admiración, para convertirse en demostraciones, en muchos casos violentas, de un distorsionado sentido de orgullo.

Si entendemos el término orgullo como el sentimiento de estima excesiva hacia las cualidades propias, profundamente hermanado con la soberbia y la inmodestia, pareciera evidente que estas manifestaciones han perdido su sentido original, dado que en ellas ya no se celebra al futbolista ni al equipo, sino más bien al celebrante mismo, por haber escogido seguir al club indicado. Aún si acordásemos en que esta definición de orgullo es exageradamente negativa (quizás porque se origina en creencias religiosas que ven en el amor propio un peligroso obstáculo para la profesión humilde del amor a Dios), y si nos decantásemos por otra definición de orgullo, si se quiere más laica y contemporánea, que lo vincule más bien al respeto por si mismo, y a la capacidad de disfrutar de los logros que las cualidades propias nos deparan, la usurpación del sitio del agasajado perpetrada por el agasajador sigue resultando incongruente e injustificada.

Y es que aún de acuerdo con esta última acepción, el orgullo está sólo tangencialmente vinculado a un tercero susceptible de producirnos admiración. Si bien podemos sentirnos orgullosos de nosotros mismos por ser bondadosos o por habernos graduado en la universidad; de nuestros hijos, por que nosotros mismos les hemos enseñado a ser como son, y de nuestro país por que contribuimos día a día con nuestro trabajo y talante a conformar su idiosincrasia, es en cada caso evidente que todo acto de orgullo se refiere siempre y primordialmente a uno mismo, y no hacia un tercero; que se trata de un sentimiento que se tiene para sí, aún cuando pueda decidirse expresarlo públicamente, y que sólo está justificado cuando existen cualidades o méritos propios de por medio. De lo contrario se hablaría de mera charlatanería y vanidad.

Ahora bien, todo fanático podría alegar su propio fanatismo perpetuado en el tiempo como ese mérito suficiente digno de alentar orgullo, y es aquí precisamente dónde me atrevo a discernir de la mayoría. La tarea del fanático, (y sobre todo del fanático seglar, bien sea del hincha, o de la fan enamorada) no es otra que la de consumir (pagar) y seguir (perseguir). No se es un fanático a cabalidad hasta que se consumen todas las versiones en que el sujeto de admiración ha logrado traducirse en espectáculo y mercancía, así como jamás podrá considerarse un verdadero fanático a quien pierde la pista o evita el encuentro (físico o mediático) con el admirado. A pesar de que puedan resultar agotadores, el seguir, el pagar y el perseguir distan mucho de ser actos heroicos, hazañas o méritos dignos de ser celebrados.

Si el mero hecho de pagar constituyese en si mismo una proeza loable, (sin importar lo que se compre), “Pagarás” fuese un mandamiento y el dinero necesario para hacerlo un requisito a la virtud. Asimismo, si el seguir y el perseguir fuesen como tales, gestas encomiables, “El coyote” nos movería al éxtasis (o las lágrimas) y no a la risa; y los ganadores de las carreras fueran los segundos, por haber seguido siempre muy de cerca al líder.

Pagar significa poco más que tener el dinero con que hacerlo. Sin embargo, en este mundo que nos han vendido y hemos comprado, sería sin duda una tarea más bien ardua tratar de convencer a alguien de que la posesión de dinero no comporta en si misma virtud alguna. Inventariando la infinidad de males que pueden ser comprados con dinero llegaríamos rápidamente a la conclusión de que su mera posesión no es en si beneficiosa. Sin embargo, prefiero a tales fines señalar la capacidad intrínseca que posee el dinero de desvirtuar (hacer perder la virtud) mucho de lo que compra. Pido excusas por la obviedad del ejemplo, pero así como el dinero es capaz de transformar a una amante en prostituta en el mismo momento en que sale de un bolsillo y se deposita en otra mano, es también capaz de transformar un juego y una medición de destrezas en circo hyper producido. No albergo ni remotamente la infantil nostalgia por la época del trueque, ni pretendo incitar a nadie al boicot del espectáculo futbolístico. Tan solo creo conveniente resaltar que lejos de ser un motivo de orgullo, el pagar conlleva generalmente una negativa distorsión de los conceptos que compra, por mucho que la costumbre nos haya familiarizado más bien con la versión distorsionada de éstos y hayamos olvidado el original.

Por su parte, seguir, como acción desvinculada de su objeto/objetivo, implica tan poco mérito como el pagar, y es una práctica igual de común y ordinaria. Todos seguimos o perseguimos algo: un objetivo, un guía, una idea, un sentimiento. Es por esto que seguir algo no podría ser nunca una cualidad extraordinaria que eleve a algunos por encima de otros. No obstante, y si bien es cierto que se supondrían mejores los que siguen las mejores causas, esto sólo tendría sentido si el acto de seguir se transformara en algún momento en un acto de imitar, aprehendiendo los valores de la causa seguida y poniéndolos en práctica en la propia vida del seguidor. Tal y como se connota en la distinción que se hace entre un creyente y un practicante, sólo es mejor el que siguiendo a un equipo es capaz de aprehender su tenacidad, su perseverancia, su disciplina y su búsqueda de la excelencia, para posteriormente trasladarlas a la propia forma de vivir, pero sobre todo aquel que es capaz de actuar con respeto por el adversario, las reglas y las autoridades del juego como lo hacen sus futbolistas favoritos. Esto le prevendría de participar en linchamientos, actos vandálicos y demás alteraciones del orden público que se vienen imponiendo entre los perseguidores del fútbol. Aquel que es capaz de imitar al deportista en el sentido antes descrito, tiene entonces razones propias para sentirse orgulloso (de si mismo), y por tanto no se ve en la penosa necesidad de arrimarse a una bandera o club que le aporte valía. Este seguidor que no sólo persigue sino que imita, es un individuo en toda regla que se identifica con algo, pero que sobre todo se identifica a si mismo sin recurrir al colectivo. No trata de confundirse entre la masa anónima, ni de hacerse pasar por el símbolo. No necesita excusa ni victoria, no precisa muchedumbre ni testigo; no requiere de bandera, ni de himno, ni fanfarrea para celebrarse a si mismo. Este seguidor que imita con éxito difícilmente podrá continuar “siguiendo” con fanatismo, mientras que para el resto el orgullo será siempre una construcción sin cimientos, cuyas “mejores” fachadas son meros gestos y verbalizaciones grandilocuentes y colectivas; que como toda edificación sin sustrato han de precipitarse tarde o temprano y en cuyo colapso causarán siempre destrozos y tragedias proporcionalmente masivos.

La manera como éste orgullo vacuo y exacerbado deviene en desprecio por lo diferente y en intolerancia (y estos a su vez en violencia y vandalismo) es conocida por todos y por tanto no me detendré a comentarla. Me conformo con invalidar los aparentes méritos sobre los cuales construye su orgullo el fanático, con la esperanza de que podamos de nuevo alegrarnos y admirar a los que hacen las cosas bien, y quizás un buen día acceder a imitarlos.

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