Tiros de esquina II. El bochorno del amante

El domingo en la playa los bañistas miraban al sesentón en tanga pasear su pecho cano y su barriga sumida. Incluso bajo las gafas de sol y el bigote poblado se adivinaba el orgullo y la satisfacción que le producía llevar semejante compañera a su lado. Probablemente 40 años más joven que él y nacida en un país del este, la muchacha no debía entender mucho de lo dicho por su acompañante. Sin embargo, se reía a carcajadas mientras éste la embadurnaba con piropos sensibleros y vulgares. Poca gente reparó en la deprimente estridencia del cuadro que encaraban. Aproximadamente el mismo número de gente que en efecto creyó que la joven adoraba al señor, como se le oyó decir a éste una vez tras otra al teléfono. Entre llamada y llamada, el caballero apuraba una latita de cerveza fría que le ayudaba a mitigar un poco el calor sofocante de la tarde sin brisa y le hacía olvidar la inseguridad que la flacidez venía alentando en el desde hace unos años. Ella mientras tanto, jugaba a saltar las olas y a ratos flotaba sobre su espalda sumergida siempre en un mar que parecía reírse con ella. El la seguía con los ojos, hablando siempre al teléfono en un alto tono de voz. Ella miraba al cielo y al reloj alternativamente. Lo que pareció la vigésima llamada acabó al mismo tiempo que la duodécima lata de cerveza. Una vez lanzada al mar y cuando el sol ya se ponía, la lata fue devuelta a los pies de su dueño por una ola que le mojó hasta la cintura sin conseguir despertarle. Tras la ola volvió ella, justo a tiempo para recoger su bolso y sacar su paga de la billetera. Antes de irse, se detuvo un momento a mirarle, y lo que vio le provocó una media sonrisa. Aprovechando el móvil que subía y bajaba sobre la panza inflada, hizo una llamada a casa y un par de fotos que el abuelo habría de recordar por siempre: Un detalle de su propio ombligo dilatado, y una de ella soplándole un beso en el aire.

El viejo despertó a oscuras, pero la luz de la pantalla del móvil disipó las lagunas de su cabeza entre las rodillas. Comenzó a recordarlo todo. Recordó el mareo de excitación y la plenitud que unas horas atrás le habían llevado al borde de las lágrimas. Se dio cuenta que no recordaba haberse sido nunca tan feliz y esto le hizo sentir grotesco. Comprendió lo vergonzoso que era enorgullecerse por pagar, seguir y perseguir, lo absurdo de creerse el vencedor de un partido en el que no llegó a tocar la pelota, lo infantil de suponerse parte del equipo por vestir sus colores y llevar el disfraz; lo bochornoso de los uniformes y de las banderas y de los himnos que declaran la muerte de la individualidad y del hombre, y en cambio anuncian el nacimiento del club y la nación de adeptos; la vanidad esperpéntica del admirador que se admira a si mismo por admirar, … Entendió por primera vez que más que como amante, admirador o enamorado, se había comportado como un idólatra, un hincha y un fanático, con todo el ridículo que el título implica, y con todo el fanatismo que ridículo soporta.

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