Como Dios Manda



Los cuarenta que marcaba el termómetro de la Plaça Francesç Maciá, en el ático de aquel edificio cercano, parecían demasiado pocos grados. El tejado que lo cubría no dejaba pasar la luz pero en cambio repartía uniformemente el calor por la planta del piso de forma tal que todos nos cocíamos por igual sin importar en que habitación estuviésemos. Con el mercurio en alza a la una de la tarde Amid, Muhab, Youssef y Rashid habían logrado subir apenas quinientos de los dos mil kilos de baldosa que había sido entregada a pie de calle para reformar un octavo real sin ascensor. Y como era de esperar, los encontré tumbados sobre las cajas aún precintadas, sin aliento y casi llorando en forma de sudor el poco agua que habían bebido antes de salir de casa. Tres días más tarde, jueves 17 de julio, el calor aun no cejaba y a las 15:30 sólo Damm estaba liado con la instalación de las planchas de cartón-yeso que eran su responsabilidad mientras los cuatro hermanos marroquíes, en cambio, estaban de nuevo derrotados sobre el suelo cubiertos de serrín dormitando la fatiga. Al día siguiente, hambrientos y desesperados, habían plegado por el día a las 5 de la tarde y ya solo alcancé a cruzarme con el último de ellos de salida en el portal. Pasadas dos semanas todo había vuelto a la "normalidad".

Por allá hacia mediados de abril había tenido mi primer momento "homeland" en la obra. Al abrir la puerta de lo que habría de convertirse meses después en un vestidor me los encontré a los cuatro de rodillas, mirando a la meca, y orando audiblemente sobre improvisadas alfombras de cartón corrugado. Encontrarles desnudos bailando "break dance" me hubiese sorprendido más, pero de seguro, habría resultado menos incómodo y aunque al parecer apenas notaron mi presencia, pasó un largo rato hasta que pude sacudirme el remordimiento del cuerpo por sentir que había interrumpido un momento sagrado.

Nada de eso, sin embargo, hizo que reparase entonces en lo que aquello podía implicar de cara el mes de julio.

Para no hacer una novela de un cuento corto, digamos que el ritmo de una obra llevada por obreros musulmanes durante el ramadán no es precisamente frenético; y que el número de errores cometidos por los albañiles deshidratados tampoco ayuda a compensar por la comprensible ralentización. Durante semanas soslayé la necesidad de cuantificar las pérdidas que este ritual había causado al proyecto como a una inmoral y políticamente incorrecta tentación. No obstante, mi cliente, tirando de sus judías costumbres, se mostró presto a hacerlo, “por mí y por todos”, sin emitir juicios de valor sobre los motivos y exponiendo sólo las cifras teñidas de rojo sobre el mantel.

El escenario descrito era serio pero nada que no pudiese arreglarse con un "mesesito extra de trabajo de nada", de no haberse atravesado el doblemente improductivo e igualmente sagrado Agosto español. Las cifras viraban entonces a púrpura como la cara del promotor quien sólo recobraría la habitual palidez de su tez una vez que el contratista aceptase su cuota de responsabilidad sobre la desviación del presupuesto.

Henos aquí tres meses después todos contentos pero extenuados de tanto re trabajo, replanteo, re cálculo y renegociación, sin saber si echar las culpas a Alá, al capitalismo, o al intenso calor. Y tras haber ido a comer juntos y haberles invitado de todo menos cerdo y alcohol yo me pregunto:

¿Sería políticamente correcto y legítimo tener miedo de volver a emplear cuadrillas similares en similares fechas basándome en su credo?

¿Tengo el derecho o el deber de interesarme por estas cuestiones a la hora de contratar?

¿Lo hace el contratista cuando los emplea? Le saldrá a cuenta? Amortiza la perdida, o incluso se beneficia, trasladando la previsible reducción en la productividad a los salarios?

Si bien los calendarios de todas las culturas señalan temporadas de baja productividad, ¿Que es más costoso para la economía de los respectivos países, el ramadán musulmán, el año nuevo chino, o el agosto español?

¿El problema viene causado por la tremenda diversidad cultural de la fuerza laboral disponible en España, o se debe, más bien en este caso, a la poquísima diversidad cultural dentro de ésta cuadrilla específica? Dentro de una empresa pequeña puede o debe limitarse el número de empleados de una misma cultura o religión a fin de minimizar los estragos productivos que sus fiestas y rituales puedan suponer a la labor?

¿Ofrecer a estos empleados la posibilidad de hacer coincidir Ramadán con vacación podría ser visto acaso como una justa o ética solución? O sería mejor que se aprobara una semana laboral de 42 horas para ellos a cambio de un mes al año de jornada reducida?

¿Hace falta cambiar la ley laboral o podemos garantizar que empleadores y empleados podrán convenir de antemano la mejor y más justa fórmula para salvar estos escollos de forma que todos, incluso los clientes, celebren, trabajen, cobren y paguen, nunca mejor dicho, como Dios manda?

¿Qué hacemos cuando son más de uno los Dioses que mandan?


Merecen tanto rollo 72 vírgenes?

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