El chico que odiaba las Petunias


Al parecer las llaman Petunia. !Le revienta¡ Le suena a nombre de mujer cursi, pretenciosa, boba, gorda... Aunque lo último, lo tiene muy claro en realidad, no le molesta para nada. Sólo que a eso es a lo que le suena.

Al parecer lo llaman cáliz. Lo rosa, abajo. Y también le revienta pues le suena a cura y a misa y no entiende bien qué demonios tendrá que ver aquello con la anatomía floral.

Es consciente, claro, de que son todas tonterías muy suyas, pues lo que se dice conocer, no conoce a ninguna Petunia (ni tonta, ni lista, ni rechoncha, ni delgada) y porque lo de beber en cáliz no tendría, por fuerza, que estar tan rematadamente mal. Dependerá enteramente de lo que se beba, supone, pero eso no quita que haya palabras que uno odie o que a uno le gusten, así, sin razón, o sin que importe su significado real, tan sólo porque le suenan ridículas, feas o simplemente mal.

Tenía una amiga en la universidad que no podía escuchar la palabra "llaga" sin aullar de rabia, y su chica, Betty, no soporta que se diga "gayumbos". El la usa, por tanto, cada vez que puede, incluso cuando no toca, sólo por molestar(la). Las fobias y las filias que generan las palabras, está convencido, son de las más caprichosas que existen y sobre las que menos consenso hay. –Dan mucho juego –piensa.

Aunque "petunia" no sea propiamente una palabra, se dice que puede odiarla exactamente igual, pues las palabras, para él, no son más que títulos comunes, pactados y cortos que damos a las cosas, las ideas, lo que hacemos y lo que sentimos para ahorrarnos tanto explicar. –Son todas nombres y etiquetas –le dijo a Betty aquella mañana –que ponemos sobre cosas que bien pueden ser estupendas o nefastas como, o a pesar de cómo, hemos convenido llamarlas.

No le cabe la menor duda de que alguno habrá a quien "Betty" le suene a gorda, boba, cursi y pretenciosa. Y habrá, seguramente también, al que ya no su nombre, sino todo él, enteramente, le reviente y le caiga gordo o insoportablemente mal. –!No pasa nada¡ –Se dice, pues entiende que no somos sino caras y nombres que la gente evoca para evitar tener que recordar todo lo que hemos hecho y dicho y todo lo que le hacemos sentir, sin que nada tenga necesariamente que corresponderse con nuestro significado real. (Si es que tal cosa existe y se puede determinar) 

Así pues, hay también palabras que le suenan de un modo perfectamente aceptable, que en cambio denominan algo que le fastidia. De los delfines, por ejemplo, no les desagrada su nombre ni los odia en mayúsculas, pero sí que les tiene cierta tirria, porque piensa que los muy condenados van de listos, que se saben súper relucientes, la mar de sociables y requeteguays... !que se lo tienen muy creído, vamos¡. La mayoría los ama, claro, y por no caer rendido ante sus encantos, a él, en cambio, lo odian y le llaman amargado y hater aunque son en realidad ellos a los que les ha dado por odiar.   –No es más hater el que odia más sino el que no ama lo más popular –se justifica a si mismo en voz alta mientras repasa el muro del Facebook –el que decide no participar del festín de sentimental buenrollismo que provocan las cosas unánimemente tiernas o el que osa ser original o creativo a la hora de escoger lo que odiar! –Se felicita a si mismo por la frase y la apunta en el mismo documento donde recopila todos los "Estados de animo" que acabarán publicados en una red social. El número de caracteres determinará cuál y luego los contará. Por lo pronto, sin embargo, y volviendo a los delfines, se da perfecta cuenta, claro, de que son de nuevo manías sin fundamento del todo muy suyas. No conoce personalmente a ningún delfín y su juicio se basa enteramente en un par de artículos de la revista "Muy interesante" y en un ya viejo documental. Se repite a si mismo, no obstante, que su tirria es perfectamente legítima y que está en todo su derecho de despreciarlos lo mismo que si los conociera como a una mascota personal. Su madre tampoco conocía a Chayanne, ni a Juan Gabriel ni a Bertín Osbourne, y eso no le impedía afirmar, convencida e inamovible que los tres "son muy buena gente".


"Escoger lo que odiar", al releerlo repara en el sinsentido de la frase y la tacha (digitalmente) sin llegarla a borrar. Si tal cosa fuese posible, piensa, se pediría odiar ganar la lotería, los clientes considerados, y tantas otras cosas que no suelen pasar. Escogería lo que le ofreciese menos oportunidades de odiar o hacerlo con la menor frecuencia posible.  Escogería odiar todo lo que no puede hacer o pagar y amar en cambio la prisa, el egoísmo y la vulgaridad que abundan y acontecen, cada día, casi sin excepción. Si se pudiesen escoger tales cosas, !amaría tanto y tan seguido¡ No odiaría, por descontado, a las petunias que por demás, han crecido siempre en el monte justo al frente de su portal, de las que sólo ahora ha descubierto su nombre. No se tomaría, ni loco, la molestia de odiar palabras. Al menos no aquellas como "allí" o "concha" que son por todos tan usadas.

Aunque odiase "gayumbos" Betty está completamente en contra de odiar. Si su coherencia filosófica se lo permitiese, bien podría afirmar que odia odiar, pero no se lo permite. Por tanto, "combate" la idea de odiar y se enzarza en largas disertaciones con él, que sin amar el odio, es feliz inventariando los objetos de su desafección. Pero Betty hoy no tiene ganas de defender ni la raíz gramatical ni la etimología guaraní de las petunias. Siente que "su caso" es mucho más grande y que va más allá y más acá. 

–las únicas asociaciones objetivas, tú! –comienza –sobre las que podrías ponerte juzgar la eficacia, o si quieres "la belleza", de una palabra son, me parece a mí, las que tengan que ver con el significado... Lo demás, si me permites, será como mucho, secuela de traumas lexicales de tu infancia o qué se yo... –Y antes de que le pueda contestar añade– mira que llevo días dándole vueltas y es que no se me ocurre algo más inútil que odiar una palabra... ¿qué posible (y retorcido) placer te podría producir detestar la manera en que un puñado de letras, las mismas que contiene otra palabra que probablemente "amas", por demás, se reúnen para designar algo que para los efectos no te interesa?

–estás errando el tiro –le contesta él–, pero para entrar de lleno en el asunto de la "finalidad", te diré que me parece tan útil, o no, como odiar a una persona, a un país o a una cosa... Y si me apuras, tan "útil" como amarla. 

Betty se da cuenta que es hora de arremangarse la camisa mental y suspira cansada por adelantado vaticinando el hastío que le producirá lo que le viene. Antes de dejarlo largar a sus anchas intenta un último argumento con el que pretende aburrirlo antes de que lo haga él –el odio, cariño, no es sino una respuesta... la cara que le plantamos a lo que nos agrede en algún nivel... a lo que nos desagrada... a lo que te molesta. Cuando odio, intento en realidad destruir, anular o al menos neutralizar lo que me está jodiendo. Despreciamos, insultamos, acosamos, golpeamos o matamos lo que odiamos... no gratuitamente o porque sí, sino con tal de quitarlo del medio y de que deje así de recordarnos lo que nos molesta. No sé si ves por donde vengo, pero ¿"destruir" una palabra?... no la uses, hombre! Y ya está! 

Se lo esperaba. Tanto que parecía que tenía la respuesta lista –te agradezco tus dos céntimos de erudición psico-social, pero me parece que estás confundiendo odiar con herir (o dañar)... y son cosas muy diferentes. 

–No, no lo son. Yo hablo de odio activo, salido del armario. 

–eso se llama "joder", hacer daño! Puede estar vinculado, pero no es intrínseco ni exclusivo al que odia. No es necesario herir para odiar y se puede hacer daño, también, al que no odias... Mi odio es meramente clasificatorio. Taxonomía básica y binaria. Me gusta / no me gusta. Inventario con dos casillas –la última frase, en efecto, la tenía preparada y la dijo sin pensar mientras rumiaba las implicaciones de la anterior. Le habían herido, a menudo, aquellos que le amaban y no siempre de forma accidental o sin intención. Cuando está a punto de añadirlo, Betty lo corta –Blanco y negro! Ya estamos¡...

Pero no¡ No están... Él no está hoy para grises ni Betty para 50 Sombras de Grey. Ambos pillan todos los matices, pero uno se obliga a decidir, a ver hacia dónde tiran, mientras la otra lucha para no irse a los extremos. Para él, no se trata tanto de "blanco y negro" sino de grandes grupos de claro y oscuro. Para Betty, hay una vastísima gama de grises y los absolutos, apuesta, solo existen como abstracción referencial. Él no entiende qué tiene de malo mojarse y ella no acepta que mojarse signifique ahogarse o morir de sed o de sequedad. 

–tú, supongo –vuelve ella a la carga –, directamente me debes de odiar, digo¡... porque lo opuesto, ese otro extremo total al que siempre te vas, ese amor absoluto, así con mayúsculas, me da a mí que no es lo que yo te inspiro.

–no seas.... no te pongas –intenta cortarla él– no digas... me revienta que digas "digo"y lo sabes... No hay muletilla más falsamente modesta que esa... Una duda, meramente retórica, que sólo intenta velar la prepotencia de lo que se dice con total convencimiento.

–lo sé! –admite ella, finalmente, sabiendo que ese sería el comienzo de su frase final, al menos, por el día –Sé demasiado bien todas las cosas que te molestan y las que no... Y estoy comenzando a estar bastante harta de evitar las primeras para no convertirme yo en una de ellas... Hablamos luego... Me tengo que ir... Adiós¡ –lo escribe y espera un minuto y medio por una respuesta que en ese lapso de tiempo no llega. Lo escribe y ahí queda, en el historial dialogado de buena parte de su relación. 

No, no son una pareja de chat a la usanza pues, aunque comienza, en efecto, a haber una "usanza" para estas parejas, ellos sí que se conocen. Han compartido unos diez fines de semana más o menos felices a lo largo de veintisiete meses de relación, pero viven demasiado lejos y sus respectivos trabajos no parece que vayan a dejarlos reunir definitivamente o con mucha más frecuencia en el futuro próximo. La conversación, como todas las demás, queda ahí, inconclusa, pero escrita y disponible para su eterna revisión. No vuelven sobre el tema, en conjunto, pero rumian cada uno, por separado, cada verbo, cada punto suspensivo o de exclamación. Y aunque esta vez ambos coinciden en "odiar" el giro que había tomado su intercambio, los dos, sin admitirlo, dan la razón al otro y sin saberlo, comienzan a modificar, al principio de forma casi imperceptible, su actitud. Betty da el primer paso y deja de enumerar mentalmente las bondades de todo para matizar el desagrado que le pudiera producir esto o aquello. Se da permiso para calificar de malo, aunque sea solo para sí misma, todo aquello que no le parece instantáneamente "maravilloso". Se permite juzgar sin justicia ni pruebas más allá de aquellas que le proveen su limitado saber y su intuición. Más pronto que tarde, está odiándolo a él, tan ancha, sin que ninguna de sus cualidades interponga obstáculo alguno o atenuante para su condena. Él, por su parte, comienza a relativizarlo todo. Se esfuerza en buscar algo positivo en todo lo que odia y también, algo negativo en lo que no. Saca todo de sus dos casillas y lo fragmenta. Y ahí es cuando la Betty que (por sus tetas, su inteligencia y su constancia) se había colado entera en aquella casilla reservada para lo bueno y lo mejor, acaba de pronto, repartida en mil pedazos que en su mayoría, por sí solos, ya no irían allí.  Se da cuenta, claro, que son manías del todo muy suyas, otra vez. No conoce a nadie que aguante bien semejante test de desmembramiento de la personalidad o que soporte incólume ser diseccionado o reducido a la suma de los pedazos que componen un cuerpo. Un cuerpo, que como un todo, le pone a cien en menos de dos, pero un cuerpo al fin y al cabo.  Se repite a sí mismo, no obstante, que su juicio es enteramente legítimo y que puede, perfectamente, suplantar su "amor global y salomónico" por un odio pormenorizado con tal de no echarle en falta, tanto y a cada minuto. Que puede darse el lujo de "escoger odiarla" pues ella, como los clientes amables y la lotería, pasa en realidad por su vida con poquísima frecuencia. Se convence de que Betty, como los delfines, va de lista, de súper sociable y de guay, aunque en realidad no sea más que otra mujer pretenciosa y cursi. –Boba no es... Gorda no está... Y es que si así fuese –piensa–, habría de llamarse Petunia. 


Se propone odiarla como él sabe. Resumida, nominal, inocua e inútilmente. Como a las palabras que detesta. Se plantea hacer de este odio su último argumento y demostración: Probarle que no hace falta herir para odiar ni viceversa, y que el amor –¿para qué les había servido a ellos?– tampoco tiene utilidad. 

Se lo propone, pero le cuesta. No le escribe, pero está a punto de llamar. Abre el chat, apunta: "Querida Petunia," y lo borra. Teclea "Gayumbo" unas treinta veces y presiona "enviar". Se sirve una copa. Es tarde y es viernes. Vuelve a la pantalla para comprobar que Betty ha visto su mensaje, pero no se ha molestado (lo suficiente) en contestar. Acaba el contenido del vaso antes de dar con algo tan irritante como para obligarla a entrar al trapo, pero decide antes servirse una copa más.  La sorbe tranquilo en el balcón mientras fuma un cigarrillo y deja caer las cenizas sobre la moto del vecino. Lanza la colilla aún encendida sobre el seto de petunias en el descampado en frente. Cuando vuelve a sentarse al ordenador, una tercera copa ha comenzado a fluir por su torrente sanguíneo y ya nada parece tan urgente ni tan mal. –Los delfines –se sorprende a sí mismo pensando –son "monos", para qué negarlo. La peña en Facebook pone movidas sin pensar y esa espontaneidad tampoco es que sea tan terrible. Las petunias... qué más da!..." 

Mira los hielos derritiéndose en el fondo del vaso vacío, pone el cursor ahí donde la red social le pregunta en "qué estás pensando?" y escribe: "el alcohol es que está taaaan infravalorado! Feliz finde para todos!"





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