And Miss Oscar goes to: ….. China!


(comparando comparaciones)


Mañana por la noche Moonlight, y en sus antípodas,  Lalaland, se disputarán como antes tantas otras, ese ken® pelón y dorado que nunca parece dar con la respuesta justa (o que satisfaga a todos) ante la pregunta: cuál fue la mejor película del año?
Sea una o la otra, o alguna otra, habrá siempre y en cada caso quien lo lamente y quien lo celebre, pues la verdad es que todos esos filmes reúnen méritos suficientes para ser galardonados si se les compara con el resto de la producción cinematográfica comercializada en Estados Unidos durante el año.  O no!
Según Kinorafa, y cualquiera que como él tenga el ubicuo honor de saber más de cine que yo,  parece que las valoraciones sobre tal película habrían de ser completamente distintas dependiendo de aquellas con las que se les ponga a competir. De modo que, a juicio de muchos, no tiene sentido comparar según qué películas por dispares; no podría haber una “mejor película” “pan-categóricamente” y en mayúsculas, y los breves apartados de “animación” o “documental”, que intentan no mezclar peras con manzanas, son del todo insuficientes ante la vastísima frutería tropical que se cuela bajo el paraguas de “drama” . Parece que para muchos no es justo,  ni ético y a veces casi inmoral, comparar un “thriller” con un “road movie”, un musical, una tragedia hiper lacrimógena o con una peli de acción. Y entre argumentos sobre “la finalidad última” y “la calidad general ” de las películas, acaban por cuestionar  el conjunto entero de las bases de la competición, el criterio de los jurados y hasta la mera práctica de la comparación.
En comparación, los jurados me la pelan. Pero comparar, creo, es necesario, así como lo es la competición, o más bien el reconocimiento público que suele tener como consecuencia.  Para competir es necesario observar, medir y evaluar por separado a cada contrincante, para luego, no nos queda otra, tragar grueso y comparar. Comparar, aun sí los contrincantes son rematadamente distintos o precisamente gracias a ello. Y comparar todo lo que se pueda comparar. Sin ir muy lejos, para ver qué tan injusto es comparar dentro del ámbito de la producción cinematográfica, he tenido que comparar. Comparar la competición que se da a propósito de los Oscar, con otras competiciones no relacionadas.
Y es que es verdad que los del nobel tiene el buen gusto de separar a los pacifistas de los científicos, los economistas  y los artistas. Y en consecuencia entregan un premio al mejor del año en cada rubro. No obstante, me pregunto si resultaría más justa su adjudicación si dentro de, por ejemplo, el apartado “literatura”, hubiese ”premitos” Nóbeles  menores que hiciesen distinción entre la ficción y la no ficción; si sería bueno tener un nobel del comic, de la autoayuda, o de la twiteratura; o si por el contrario el propio hecho de ponerlos a todos a competir en el mismo renglón, en vez de pasar por alto las sustanciales diferencias de cada género, no acaba por homologar y validarlos a todos, como expresiones tan relevantes y culturalmente equivalentes a las tradicionalmente asociadas con la Literatura en mayúsculas o la sexta de las Bellas Artes.  
Dejando de un lado al arte y quedándonos con las bellas, nos topamos con los certámenes femeninos que, sin ánimo de abogar por su corrección política o finalidad, no hacen otra cosa que comparar. Me pregunto si siendo todas esas mujeres tremendamente distintas y perfectamente hermosas, cada una según su canon y su genética racial, meterlas a todas en el mismo saco no es exactamente tan injusto como lo que se le hace a Lalaland, o si sería moralmente admisible, o más justo en términos de comparación, crear un Miss Universo afro, uno latin, otro asiático y pare ud. de contar. Mejor paremos ahora  de hablar de los certámenes de belleza que suficiente mala prensa tenían ya incluso antes del injustísimo Trump.
Pero siendo ahora el deporte el paradigma de la competición justa y el “fair play”, me siento tentado a buscar aquí un modelo eficiente y justo para comparar. Y obvio, están ahí las olimpiadas, más y más multidisciplinares en cada edición, hábiles y justas separando no solo deportes, sino a los deportistas por género, peso, disciplina, tipo de cancha, o estilo. Gracias a Dios!. Sería ridículo tener que decidir entre un patinador artístico y un cátcher de baseball. Mas no por esto dejan de lado las olimpiadas su vocación de las más generalista comparación. Si bien es cierto que adjudican medallas, de tres tipos en cada fase y cada renglón, el ganador absoluto de las de las olimpiadas, el que se lleva el último Óscar a la mejor película o la mejor dirección,  es aquel país cuya delegación obtuvo el mayor número de medallas. Las olimpiadas, es cierto,  han admitido gustosas la más pormenorizada de las categorizaciones, pero no dejan, como los Oscars, de proclamar al fin y al cabo a un único y “pan-categórico” ganador.
Y nadie se rasga las vestiduras.
Un poco porque entendemos cada medalla como suficiente reconocimiento, y otro poco porque al identificarnos más con los deportistas que con las naciones que éstos representan, al final ni miramos el fulano gran medallero.  Un poco porque entendemos que aunque a unos guste más la esgrima que la halterofilia, ambos deportes, llevados a tales niveles de excelencia,  requieren talento, dedicación y esfuerzo en cantidades similares, similarmente admirables;  y otro poco  porque al final a todos, secreta o abiertamente nos encanta, aunque el dicho rece que es odioso, el sano vicio de comparar.
Comparemos pues “olímpicamente” y sin remilgos, dando valor a cada pequeña medalla que atiende a las especificidades, y restando importancia a ese “gran ganador final”. Comparemos, no para descalificar sino para equiparar en valía y para que la inclusión y la apertura de miras sean finalmente intrínsecas e inseparables al mero hecho de comparar. Comparemos libros, políticos, destrezas y bellezas. Comparemos a propósito de los Oscars, de los Nobel o del mundial. Comparemos felices a Lalaland con Moonlight mientras podemos, pues igual mañana le dan la estatuilla a Rigoberta Menchú, al último iPhone, o a un refugiado "perdido" en alta mar . Si no me creen, pregúntenle a Dylan.

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