Fran, Diane e Illona

(o sobre el sentido de la memoria)



Esa tarde, Illona había visto morenas, mantarrayas y tortugas marinas, pero lo que más le había impresionado, según me contaba, no había sido ninguna criatura rara, grácil o colorida, sino las corrientes polares. Aparte de sentirse envuelta por un hielo líquido que lograba traspasar el traje de buzo, a las corrientes de agua helada, me juraba, se les podía ver, así como se ven los espejismos temblorosos en el desierto, la cresta invisible del fuego sobre la fogata, o el calor que emana del asfalto en la distancia bajo el calor del sol. No se trataba exactamente de que el fluido cambiase de color o su grado de transparencia, sino más bien, como de una lengua de agua, con otra densidad, que lograba distorsionar lo que se veía a través de ella. Algo así, como una lente líquida, penetrable, amorfa y fuera de foco, interpreté yo, que de pronto atraviesa uno nadando. 

Me sonó hermoso y lisérgico todo el asunto que, sin embargo, me costaba imaginar. Me sonó bonito (la retórica sinestésica es intencional) que los grados o la temperatura, a parte de sentirse, se pudiesen ver. Por un momento, de nuevo, volví a tener ganas de "ver", con los ojos, todo lo que se siente y se percibe con el resto del cuerpo. Pensé, otra vez, en que estaría genial poder ver los aromas o la música. Y con esto no me refiero a los cantantes y a sus instrumentos o a los tazones humeantes, sino al sonido y a los olores, tiñendo, quizá de color, las moléculas de aire por las que se propagan. 





Illona se fue a dormir y yo volví a la Historia Natural de los Sentidos, y ahí, entre el capítulo del oído y el del gusto, Diane Ackerman dejaba tal vez demasiado bien parados a los sabores en comparación con los sonidos. Venía a decir, con lógica irrefutable, que comemos con los ojos, con las papilas y con la nariz, pero también sabemos que la comida está caliente y blanda. O sea que el tacto, a parte del gusto, el olfato y la vista, gozan todos juntos cuando comemos algo sabroso, mientras que cuando escuchamos aquella canción perfecta o algo interesante, no en vano, solemos decir "soy todo oídos". Solo. Apenas.
 

Y aunque mi perímetro abdominal le de la razón a la autora, mis larguísimas y eclécticas playlists se rebelan contra la noción de la música como placer mono sensorial de tercera categoría, y quizás por eso, medio renuente y convencido a medias, cerré el libro por la mitad. 

No había vuelto a pensar en el asunto hasta que Fran Lebowitz, le soltó a su entrevistador en su reciente serie documental que, en su opinión, la música es la droga perfecta y el único placer en mayúsculas que no hace daño. Con toda su convicción y genialidad afirmaba que, entre todos los artistas, deportistas y actores incluidos, ninguno es más venerado por sus respectivos seguidores que los músicos o intérpretes y que ella atribuye, comprende y justifica tal devoción, a que hemos accedido gustosos, desde hace mucho tiempo, a musicalizar los mejores o más emotivos momentos de nuestra vida. A que hemos aprendido a llevar las canciones, quizás precisamente porque no nos requieren más que un solo sentido, ahí a donde vamos, a cualquier hora, como accesorio inocuo o animal de compañía. A que la música que nos gusta, casi inevitablemente, nos recuerda, versiones (más) felices de nosotros mismos o, simplemente, a que nos recuerda. 

Sonreí instantánea e inconscientemente frente al televisor en acuerdo, pues creo firmemente en que la música es básicamente sonido, sí, pero que el goce musical, es pura memoria. ¿Cómo cantar sino es "de memoria"? ¿Cómo no viajar a través de los años, los lugares y los amigos que vimos meciéndose bajo aquel ritmo? La música es memoria y esta tiene la ventaja de ser siempre autorreferencial. Claro que podemos recordar a otros, situaciones extrañas o cosas ajenas, pero solo (o principalmente) recordamos cómo o lo que nos hicieron sentir (a nosotros mismos). Admitámoslo, somos seres egocéntricos y, por esto, quizás los músicos puedan darse el lujo de tirarnos (solo) de las orejas, seguros de que las canciones que nos meten por ahí nos tienen bien cogiditos por los huevos: hemos anclado el auto relato de nuestras vidas a sus melodías. Quizás la música no necesite tirar de ningún otro órgano sensitivo para desplegar todo su potencial placentero pues recurre, a punta de yunque y martillo, al sentido superior del Yo y del recuerdo. Quizás la memoria sea pues, el verdadero sexto y más sentido sentido. Si no, ¿de qué otra manera podría explicarse que ni tan siquiera el Alzheimer pueda con la música?
 

Recordé el brillo de satisfacción en los ojos de Illona, mientras me contaba lo que había visto bajo el mar. Me había dicho que cuando empezó a ver borroso en medio de la corriente, se había sentido desconcertada, e incluso asustada, hasta que el instructor le había explicado lo que había visto, que no se había descompensado y que su nivel de oxígeno era seguramente normal. Quizás por esto, luego, podía contarlo con regocijo. Lo disfrutaba (solo) entonces, cuando no lo tenía delante, ni lo veía, sino lo que hacía era puro recordar. 

Y oh¡ Fran Lebowitz... Ciertamente, a sus 70 años no es que sea un real placer verla. Escucharla es un gusto, y recordarla, ufff... Creo que siempre la voy a recordar. No la voy a extrañar, porque, Amazon, allá vamos¡ A Illona, en cambio, sí.




 

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